Calles anchas repletas de automóviles circulando ruidosamente, aceras atestadas de gentes que conversan en distintas lenguas, a veces gritando en una barahúnda de sonidos y acentos irreconocibles, es la imagen de una gran ciudad, en la que gobiernan las prisas que impiden pararse a mirar, a sentir, a pensar, a imaginar… y que puede ser Madrid.
Pero Madrid es también una ciudad antigua, con calles estrechas, retorcidas, empinadas, a veces con escaleras, donde se pueden encontrar rincones recoletos, incluso silenciosos jardines románticos, donde es posible tropezar con una historia en cada piedra, una leyenda en cada edificio, una curiosidad en cada rincón… Y donde está permitido imaginar a gentes de otra época, a reyes caminando entre el pueblo, oír los sonidos de un mercado medieval, sentir el olor de sus tenderetes, o evocar una subasta de paja.
Este es el Madrid de los Austrias que Fidel, infatigable, nos descubrió en el Museo de los Orígenes de Madrid, poco a poco, desde el principio, cuando aquéllos hombres primitivos tallaban nódulos de cuarzo con los que confeccionar hachas o herramientas a golpe de cincel, para sobrevivir entre mamuts y rinocerontes de las vegas del río Manzanares.
Avanzamos entre mosaicos procedentes de “chalés” de los romanos, (que ellos llamaban villas), en los alrededores de una ciudad que todavía no lo era; sin rastro de visigodos que no “existían” pero vivían por aquí cuando llegaron los musulmanes; murallas, edificios antiguos desaparecidos,… Todo eso encontramos en este museo que fue la casa en la que vivió nuestro patrón San Isidro, zahorí de oficio, es decir buscador de agua o pocero, y del que están recogidos aquí vestigios, entre ellos el popular pozo del milagro de su hijo.
Afuera, realizando escorzos meticulosamente diseñados por Fidel, adecuados para ver lo que nos quería enseñar, seguimos caminando entre antiguas iglesias mudéjares, que antes habían sido minaretes de mezquitas, por calles que primero fueron barrio de los que aquí se llamaron moros, fundadores de Mayrit, “el lugar por donde corre el agua”; y luego hogar de cristianos viejos.
Es el barrio al que da nombre una humilde zamorana, Beatriz Galindo la Latina, preceptora de los hijos de los Reyes Católicos; en donde encontramos antiguos palacios de los poderosos de la época, incondicionales de los reyes, los Vargas, (señores de San Isidro), los Laso de Castilla…
Y más allá la muralla árabe, la catedral de la Almudena; San Nicolás, la iglesia más antigua de Madrid; más palacios, y cárceles de señores y de vasallos; conventos escondidos dónde venden dulces únicos; y un símbolo heráldico con reminiscencias scouts: el dragón alado que formó parte del escudo de Madrid, y que se puede contemplar en varias fachadas.
Con la gasolina justa, y los estómagos tocando a rebato, Fidel nos sometió a una prueba de resistencia scout: pasar por en medio de los aromas a delicadezas culinarias del antiguo mercado de San Miguel, sin pararnos a probarlas, antes de llegar a la plaza Mayor, donde, en un versión que supone una síntesis de las dos corrientes scouts, entonamos la canción de la despedida ante la mirada sorprendida de los numerosos viandantes que a esa hora del yantar pululaban por la plaza.
Por fin el premio prometido, un “relaxing bocata calamares con cerveza”, esta sí delicatesen típica de Madrid. Y para acabar en paz, con la torrija, la que venden en una antigua tasca-santuario en donde se pueden encontrar todo el año, en la empinada calle de la Paz, cerca de la puerta del Sol.